Transformación externa
Pero la realidad destroza prontamente las fantasías
de la imaginación. El senyor Esteve ha evolucionado mucho en su aspecto
externo. Ni gusta ya de las calles retorcidas del barrio antiguo ni de las
tiendecillas de aspecto sombrío. Vive ahora en un hotelito alegre y soleado de
la parte alta de la ciudad, en San Gervasio, Sarriá o la Bonanova. Dejó la
tiendecilla que sus mayores guardaran para él, y huyó de la incomodidad de las
casonas que conservan polvo de todos los siglos idos. Los beneficios de la
guerra, la gran tormenta del 14. haciendo entrar a montones el dinero en su
casa, le sacó de su vieja callejuela, je empujó por rutas distintas, le obligó
a gustar el placer de ganar en veinticuatro horas lo que a sus padres les costó
ahorrar, día tras día., durante veinticinco años. Se organizó en grande, vendió
al por mayor, estableció una fábrica en Badalona o Sabadell, Tarrasa o Sans;
entró por vez primera en la Bolsa y conoció la emoción de las cotizaciones, que
una mano misteriosa empuja arriba o abajo. Y olvidando un tanto las costumbres
tradicionales supo del placer en brazos de alguna menor, no ya como antaño, un
poco a escondidas, de prisa y corriendo en pleno Paralelo, sino en las ciudades
de placer de la Ríviera francesa..
.
Pero si todo ha cambiado en él externamente; si abandonó
sus viejos barrios para ganar los hoteles elegantes de las vertientes del
Tibidabo: si dejó su comercio modesto para montar una fábrica con “els seus diners”
de sus antepasados, no por ello ha variado su espíritu, su manera de pensar y
sentir. Sigue su cerebro herméticamente cerrado a las corrientes modernas, a
las ideas de justicia social, a los anhelos de un proletariado hambriento y
oprimido. Continúa creyendo que su fábrica le pertenece por entero, que los
trabajadores son piezas de la maquinaria sin derechos de ninguna clase, que
puede hacer con ellos—como con las gigantescos telares mecánicos —lo que le
venga en gana; ponerlos en marcha o pararlos, hacerlos trabajar durante veinte
horas diarias o desmontarlos y tirarles a un rincón como piezas inservibles. Ni
alcanza a comprender ni quiere admitir que los obreros tengan voluntad propia,
espíritu de justicia y anhelos de lucha. El burgués catalán—cien veces más seco,
más duro, más brutal que los mismos terratenientes andaluces—no reconoce el
proletariado ningún derecho. Si acaso, el de morirse de hambre cuando él ya no
lo necesite, después de haberlo explotado durante cuarenta años...
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