Extertores rojos en Tarrasa
Ayer fijaron un bando firmado por el alcalde exigiendo la incorporación de los hombrers de cuarenta y cinco a cincuenta años. Revuelo y consternación en la ciudad. ¿Sería una alcaldada?. A los papanatas que se presentaron en el local señalado para la inscripción les dijeron que no sabían de que se trataba. Pero hoy han llegado unos "militares" pretendiendo hacer efectivo el llamamiento de ayer y constatando la soledad que los circunda, mediada la tarde mandan camiones con guardias de asalto para raziar calles, cafés y estaciones de todo ejemplar masculino, sin reparar en edad ni en condiciones.
Camiones abarrotados llegan al Ayuntamiento. Van entre los mausers, los hombres mudos, tétricos, sombríos. Muchos de ellos, dos años y medio atrás llevaban una bandera y lubricados con los gritos U.H.P. marchaban a la estación donde llenaban los vagones para ir a la misma guerra que ahora rehuyen. Por la callejuela de enfrente de mi casa un hombretón viejo, patizambo, lamentable, corre azorado huyendo de la requisa.
Las carreteras del sud de la ciudad están convulsionadas por un frenesí demente. Desfile interminable de camiones, de coches, de peatones cargados. Van nerviosos, precipitados, dándose topetazos, insultándose. Todo es color de tierra de tanto correr, de tanto arrastrarse durante el rápido avanzar del ejército de Franco, todos en la misma dirección, hacia el mar. En medio de los vehículos grandes, más o menos militares, entre disparatados pelotones de ovejas sucias y caballerías cojas van pobres carros apenados debajo los míseros enseres del hogar humilde; delante el hombre tirando del mulo mientras al detrás asido de la mano a una cuerda de la carga sigue triste, depauperado, el viejo exhausto de tanto caminar. Sentimos el corazón arañado por la piedad. "¿Por qué os marchais?", hemos preguntado a una mujeruca que se ha parado a atar los cordones del zapatón de un chico de seis años que llora. "Es, es que mi marido mató el párroco". Nos hemos vuelto metálicos.
Tráfago remoroso como de un trueno sordo e ininterrumpido. Cabalgata sombria, turbia, convulsa: serpiente larvada de una noche febril. Tal una arteria seccionada que fluyese sin descanso, sin remedio. Es la guerra que se agota; es el monstruo rojo que se desangra. Un sujeto que aún está sentado en la luna me dice que tal vez allá a lo lejos logren taponar de una u otra manera aquella arteria rota. ¡No, inútil, todo inútil! El monstruo tiene mal de muerte.
Giovanni
Camiones abarrotados llegan al Ayuntamiento. Van entre los mausers, los hombres mudos, tétricos, sombríos. Muchos de ellos, dos años y medio atrás llevaban una bandera y lubricados con los gritos U.H.P. marchaban a la estación donde llenaban los vagones para ir a la misma guerra que ahora rehuyen. Por la callejuela de enfrente de mi casa un hombretón viejo, patizambo, lamentable, corre azorado huyendo de la requisa.
Las carreteras del sud de la ciudad están convulsionadas por un frenesí demente. Desfile interminable de camiones, de coches, de peatones cargados. Van nerviosos, precipitados, dándose topetazos, insultándose. Todo es color de tierra de tanto correr, de tanto arrastrarse durante el rápido avanzar del ejército de Franco, todos en la misma dirección, hacia el mar. En medio de los vehículos grandes, más o menos militares, entre disparatados pelotones de ovejas sucias y caballerías cojas van pobres carros apenados debajo los míseros enseres del hogar humilde; delante el hombre tirando del mulo mientras al detrás asido de la mano a una cuerda de la carga sigue triste, depauperado, el viejo exhausto de tanto caminar. Sentimos el corazón arañado por la piedad. "¿Por qué os marchais?", hemos preguntado a una mujeruca que se ha parado a atar los cordones del zapatón de un chico de seis años que llora. "Es, es que mi marido mató el párroco". Nos hemos vuelto metálicos.
Tráfago remoroso como de un trueno sordo e ininterrumpido. Cabalgata sombria, turbia, convulsa: serpiente larvada de una noche febril. Tal una arteria seccionada que fluyese sin descanso, sin remedio. Es la guerra que se agota; es el monstruo rojo que se desangra. Un sujeto que aún está sentado en la luna me dice que tal vez allá a lo lejos logren taponar de una u otra manera aquella arteria rota. ¡No, inútil, todo inútil! El monstruo tiene mal de muerte.
Giovanni
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