Ustedes se acordarán de
aquel célebre anarquista de Tarrasa, de que en cierta ocasión nos habló el no
menos célebre don Francisco Cambó y Batlle.
¡Ya lo creo que se
acuerdan! ¿Quién va a olvidar al pintoresco personaje, que esperaba el santo
advenimiento de la popular repartidora, para darse un atracón de perfumada
carne femenina, de que el pobrecito se hallaba terriblemente hambriento?
Ni que vivamos más que
cien loros nos despedimos de una reminiscencia, que cuando se la refresca,
obtiene tan francos y espontáneos éxitos de hilaridad.
Don Francisco Cambó en
la calendada emergencia, habló del anarquismo, de la revolución y hasta de
Tarrasa con la falta absoluta de responsabilidad, con que se lían a hacer
declaraciones la inmensa mayoría de los políticos, esto es, como quien no ha
saludado los rudimentos de las ciencias sociales, no sabe ni etimológicamente
lo que significa anarquía, ni donde está Tarrasa siquiera.
Si los homuncios de
Estado y los divos políticos no superarán la coquetería de las cupleteras y la
pedancia de los tenores de ópera y viesen un poquito más allá de sus narices,
se habrían enterado de que hoy el anarquista de Tarrasa es casi la primera
realidad internacional.
No por castigador y
admirador del bello sexo y compatriota del buen paño, sino por el vértigo de
destrucción y la manía disolvente que se ha apoderado de las alturas.
El cielo chifla a los
que quiere perder y debe de haber sentenciado a muerte a Europa, cuando ésta se
ha bebido el seso hasta el punto de pensar en una nueva guerra, no estando aún
reparados los desastres de la pasada, en que rodaron por tierra dos docenas de
tronos.
En España mismo
observamos alarmantes síntomas de esta ola demencial, en cuya cresta
alegremente nos balanceamos todos.
Ahora mismo, al ver que
sube en Bolsa el papel municipal, precisamente cuando el Ayuntamiento está sin
regidores o administradores, el buen ciudadano llega a la lógica conclusión de
que, para ser completamente feliz, nada hay como la ausencia de gobierno.
Otro botón de muestra,
que es como un cartucho puesto en los cimientos del templo de Dagón, que nos
cobija a todos los filisteos: la elevación a quince céntimos del precio de los
periódicos.
Habíamos quedado el año
pasado o el anterior, desde que se dobló el valor de los timbres postales, en
que la peseta apenas valía intrínsecamente cuatro perras gordas.
Imponía ello una
política de precios bajos, para revalorizar y sanear la divisa nacional o
curarle cuando menos la anemia aguda que la aqueja.
Pues como si al Estado
le corriese prisa que se arruine el país, interviene en los cambios, no para
prestigiar el dinero, sino para derrumbarlo y descalabrarlo más de lo que ya lo
estaba el pobrecito.
Si nosotros fuéramos
accionistas del Banco de España o del de Inglaterra, este desbarajuste político,
económico y financiero universal no nos dejaría dormir muchos ratos.
Como somos más amigos
del anarquista de Tarrasa que de Combó y de Morgan, contemplamos el curioso
espectáculo tranquilamente y estamos esperando sin desazón a ver qué pasa.
ANGEL SAMBLANCAT