jueves, 31 de mayo de 2018

El Diluvio, Edición 14 de febrero de 1935, pág. 6


Ustedes se acordarán de aquel célebre anarquista de Tarrasa, de que en cierta ocasión nos habló el no menos célebre don Francisco Cambó y Batlle.

¡Ya lo creo que se acuerdan! ¿Quién va a olvidar al pintoresco personaje, que esperaba el santo advenimiento de la popular repartidora, para darse un atracón de perfumada carne femenina, de que el pobrecito se hallaba terriblemente hambriento?

Ni que vivamos más que cien loros nos despedimos de una reminiscencia, que cuando se la refresca, obtiene tan francos y espontáneos éxitos de hilaridad.

Don Francisco Cambó en la calendada emergencia, habló del anarquismo, de la revolución y hasta de Tarrasa con la falta absoluta de responsabilidad, con que se lían a hacer declaraciones la inmensa mayoría de los políticos, esto es, como quien no ha saludado los rudimentos de las ciencias sociales, no sabe ni etimológicamente lo que significa anarquía, ni donde está Tarrasa siquiera.

Si los homuncios de Estado y los divos políticos no superarán la coquetería de las cupleteras y la pedancia de los tenores de ópera y viesen un poquito más allá de sus narices, se habrían enterado de que hoy el anarquista de Tarrasa es casi la primera realidad internacional.

No por castigador y admirador del bello sexo y compatriota del buen paño, sino por el vértigo de destrucción y la manía disolvente que se ha apoderado de las alturas.

El cielo chifla a los que quiere perder y debe de haber sentenciado a muerte a Europa, cuando ésta se ha bebido el seso hasta el punto de pensar en una nueva guerra, no estando aún reparados los desastres de la pasada, en que rodaron por tierra dos docenas de tronos.

En España mismo observamos alarmantes síntomas de esta ola demencial, en cuya cresta alegremente nos balanceamos todos.

Ahora mismo, al ver que sube en Bolsa el papel municipal, precisamente cuando el Ayuntamiento está sin regidores o administradores, el buen ciudadano llega a la lógica conclusión de que, para ser completamente feliz, nada hay como la ausencia de gobierno.

Otro botón de muestra, que es como un cartucho puesto en los cimientos del templo de Dagón, que nos cobija a todos los filisteos: la elevación a quince céntimos del precio de los periódicos.

Habíamos quedado el año pasado o el anterior, desde que se dobló el valor de los timbres postales, en que la peseta apenas valía intrínsecamente cuatro perras gordas.

Imponía ello una política de precios bajos, para revalorizar y sanear la divisa nacional o curarle cuando menos la anemia aguda que la aqueja.

Pues como si al Estado le corriese prisa que se arruine el país, interviene en los cambios, no para prestigiar el dinero, sino para derrumbarlo y descalabrarlo más de lo que ya lo estaba el pobrecito.

Si nosotros fuéramos accionistas del Banco de España o del de Inglaterra, este desbarajuste político, económico y financiero universal no nos dejaría dormir muchos ratos.

Como somos más amigos del anarquista de Tarrasa que de Combó y de Morgan, contemplamos el curioso espectáculo tranquilamente y estamos esperando sin desazón a ver qué pasa.

ANGEL SAMBLANCAT


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