A las mujeres de Tarrasa
La guerra cruel que hemos sufrido ha de ser crisol donde se fundan nuestros egoísmos siempre mezquinos, nuestras vanidades y nuestras pasiones; a la vez que nazcan todo un plantel de virtudes cristianas que aromaticen la vida social y la vida del hogar.
¡Ay de nosotras que así no fuera!.
¿Para qué habría servido esta lucha sangrienta?.
¿Para qué tanto sacrificio manifiesto y oculto?.
¿Creéis, acaso, que Dios ha enviado a nuestro Caudillo Providencial para, una vez conseguido el triunfo de las armas, y, por consiguiente, la unidad y grandeza de nuestra Patria, quedar la sociedad como estaba, con sus concupiscencias, con sus grandes y pequeños defectos, con sus ambiciones, etcétera. etc?.
Yo creo que no. Persuadida estoy de que el Glorioso Movimiento Nacional ha roturado tan profundamente el terreno social, que ha debido arrancar de cuajo todas las malas raíces.
Así como el tiempo de los Reyes Católicos fué un período brillantísimo para las armas españolas, esta brillantez corrió pareja con el mejoramiento de las costumbres y el florecimiento de las virtudes, practicadas y enaltecidas por una Reina tan ejemplar como Isabel I de Castilla.
Igualmente en nuestros días, si cada mujer no hace propósito de embalsamar con el fragante aroma de sus virtudes en medio ambiente en que vive, de no ser el ángel de su hogar y el de la sociedad en general, me atrevería a decir que no es digna de llamarse española.
Si el nombre de España es virtud, es heroísmo, es abnegación, es sacrificio, es ... amor.
Amor que debemos y podemos prodigar en torno nuestro.
¡Hay tantos enfermos que esperan el rayo de sol de tu sonrisa, mujer, y la música de tus palabras de bondad!.
¡Hay tantos niños desvalidos que necesitan el calor de un corazón amante y generoso, niños que, cual terreno yermo, esperan que les arranquemos las malas hierbas y sembremos en sus almas las semillas del bien, para que florezcan y den frutos de positivo valor!.
Si nos olvidáramos de nosotras algún tiempo cada día, si robáramos unos momentos a nuestros pasatiempos o a nuestras diversiones, para dedicarlos a practicar el bien a nuestros semejantes, ¡cuánta satisfacción experimentaríamos y cómo contribuiríamos a extender el hermosísimo Apostolado de la Mujer Católica!.
Hagámoslo así, y la dulce paz del alma será nuestro mejor galardón.
J. P. Fábregas
¡Ay de nosotras que así no fuera!.
¿Para qué habría servido esta lucha sangrienta?.
¿Para qué tanto sacrificio manifiesto y oculto?.
¿Creéis, acaso, que Dios ha enviado a nuestro Caudillo Providencial para, una vez conseguido el triunfo de las armas, y, por consiguiente, la unidad y grandeza de nuestra Patria, quedar la sociedad como estaba, con sus concupiscencias, con sus grandes y pequeños defectos, con sus ambiciones, etcétera. etc?.
Yo creo que no. Persuadida estoy de que el Glorioso Movimiento Nacional ha roturado tan profundamente el terreno social, que ha debido arrancar de cuajo todas las malas raíces.
Así como el tiempo de los Reyes Católicos fué un período brillantísimo para las armas españolas, esta brillantez corrió pareja con el mejoramiento de las costumbres y el florecimiento de las virtudes, practicadas y enaltecidas por una Reina tan ejemplar como Isabel I de Castilla.
Igualmente en nuestros días, si cada mujer no hace propósito de embalsamar con el fragante aroma de sus virtudes en medio ambiente en que vive, de no ser el ángel de su hogar y el de la sociedad en general, me atrevería a decir que no es digna de llamarse española.
Si el nombre de España es virtud, es heroísmo, es abnegación, es sacrificio, es ... amor.
Amor que debemos y podemos prodigar en torno nuestro.
¡Hay tantos enfermos que esperan el rayo de sol de tu sonrisa, mujer, y la música de tus palabras de bondad!.
¡Hay tantos niños desvalidos que necesitan el calor de un corazón amante y generoso, niños que, cual terreno yermo, esperan que les arranquemos las malas hierbas y sembremos en sus almas las semillas del bien, para que florezcan y den frutos de positivo valor!.
Si nos olvidáramos de nosotras algún tiempo cada día, si robáramos unos momentos a nuestros pasatiempos o a nuestras diversiones, para dedicarlos a practicar el bien a nuestros semejantes, ¡cuánta satisfacción experimentaríamos y cómo contribuiríamos a extender el hermosísimo Apostolado de la Mujer Católica!.
Hagámoslo así, y la dulce paz del alma será nuestro mejor galardón.
J. P. Fábregas
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