jueves, 2 de enero de 2020

Crónica (Madrid. 1929). 5/4/1936, página 9.


«Can Palet» en Tarrasa. — Una familia en paro. — "Desde que vino esta niña..."

La barriada de Can Palet, en la industriosa ciudad de Tarrasa, está en las afueras de la población. Tarrasa se asienta en un llano en declive, y Can Palet termina precisamente cuando se inicia la rampa de los montes. Can Palet, desconocido hasta ahora por los que no habitaban el barrio, rodará en breve, y por algún tiempo, por las columnas de los periódicos del mundo. En Hysville, cuna del espiritismo, no pasaron tantas cosas, y en poco tiempo adquirió renombre universal. Allí sólo se oyeron unos ruidos que despertaron la curiosidad de dos muchachas de flema anglosajona.

En Can Palet, en una casa de la calle de la Agricultura, viven José Obradors; su esposa, Julia Puigrodón; su hija Teresa, de diez y siete años, y su otra hija, Josefa, de trece. La madre se encuentra algo delicada y ha tenido que dejar de trabajar. El padre, tampoco trabaja. La única que tiene ocupación es la hija mayor, que trabaja en una fábrica. Sin embargo, la familia no parece sufrir ninguna estrechez económica. Hace unos días se incorporó a la casa una niña de pocos meses. Creo que se quedó huérfana de madre, y el padre se la entregó al matrimonio para que se la criara. La niñita es bonita como un sol. Pero...

—Desde que la niña entró en casa, parece que nos cayó encima la desgracia—dice, compungida, la dueña—. Y. añade: — Si no quieren que la tengamos, que lo digan enseguida, que, mira, nosotros ya nos arreglaremos.

La familia de Josefa. — Teresa, la hermana mayor, — Josefa.

José Obradors es un hombre alto, de aspecto linfático, con la piel pálida y como sudorosa. Parece una buena persona, pacífica, crédula. A veces, se queja de la desgracia que, según él, les ha caído encima; pero otras, se deleita dando detalles. Tendrá unos cuarenta y tantos años.

Julia Puigrodón, la esposa, tiene el aspecto sano y fuerte de la mujer de pueblo, trabajadora, fresca, ágil. Sin embargo, ya queda dicho que está enferma. No sé de qué enfermedad, porque ella no lo dice.

Teresa, la hija mayor, de diez y siete años, lo mismo que su hermana, tiene algo que recuerda al padre. No es un parecido físico precisamente, aunque éste existe, desde luego; es otra cosa más delicada, menos perceptible a simple vista. Teresa, como José, tienen una expresión de fatiga y de disgusto que no pueden disimular; de vida reconcentrada, poco amiga de bullicios.

Josefa es la hija menor. Apenas ha cumplido trece años. Es el personaje más notable de toda la familia. Sus padres dicen que días atrás estaba gorda y alegre. Ahora no lo está. Está delgada, casi flaca. Las piernas no tienen forma: son una línea recta, lo mismo que todo su cuerpo. Tiene también el aire de su padre, y físicamente es la más bonita de la familia. Una cosa notable en esta niña son los Ojos. Unos ojos negros, hondos, misteriosos, que parece que miran hacia adentro o a lo lejos. Son unos ojos hermosos que, estando la muchacha quieta, están tristes, y cuando ella ríe o acciona, aunque sea asustada, se alegran singularmente. Josefa tiene la frente deprimida y el cabello hirsuto. Ahora se da mucha importancia porque sabe que es un personaje notable en el pueblo.

¿Cómo te encuentras, Josepa?

Ahora estoy bien. Pero cuando vienen las vecinas y hablan, me ponen la cabeza como un bombo. ¡Ay!

Los primeros fenómenos. — ¿Quién tiró las piedras? — El saco abierto.

La cosa fue de esta manera: La vivienda de José Obradors y su familia tiene un huerto. No; mejor, un trozo de campo cercado, con algunas plantas y dos arbolillos. Al lado de uno de estos arbolillos había, hace unos días, un montón de piedras. Llevaban allí mucho tiempo. Pero de pronto, este día decidieron cambiar de lugar, y de una en una, con fuerza irrefrenable, pasaron de una a otra punta del huerto. Una distancia de diez o quince metros. Ya era extraño este traslado. Pero más extraño resultó que algunas piedras estuvieran pintadas de verde.

—¿Usted no las había pintado, José

—No. Mas en el patio de al lado pintaron, hace pocos días, de verde los árboles.  —¿Quiere usted decir que tiraron las piedras desde el otro patio?

—No. Yo no quiero decir nada. Resulta que las piedras, sin que las tocara nadie, y a presencia de José y de su hija menor, se trasladaron de un lugar a otro, como si fueran arrojadas con honda.

—¿Cómo es posible que se movieran si nadie las tocara?

—Mire usted—dice José—; yo las metí en un saco y até la boca. Luego, la desaté, y las piedras tuero saliendo ellas solas.

—¿Quién lo vio, la niña?

—La niña, y yo, y todo el que miró. Más le diré las primeras piedras que cogí en las manos se me escurrieron y me golpearon en la espalda-—termina José, más bien satisfecho que apesadumbrado.

Se convirtió en una llamarada. ─ Se enciende una luz — ¿No han estado enfermos?

—Y tú, Josepa, ¿viste caer las piedras?

— ¡Ya lo creo! ¡Como que dicen que soy yo quien tiene imán y las hace caer!

Josefa me explica detalladamente cómo vio las piedras y cómo se acercó al montón.

—Una de las piedras subía ella sola por el aire y vino a parar a mi mano, Yo la cogí. ¡y hacía un olor a azufre!

Josefa tomó la piedra cuando ésta salió a su encuentro, y entonces sintió una tremenda sacudida en el brazo. Tuvo la impresión de que se había convertido en una llamarada, y desde entonces su vida no tiene reposo.

—¿Dónde está esa piedra?

—Se la llevó un señor de Manresa que dice que estudia estas cosas. Es una piedra que dándola con un hierro echa fuego.

—Eso sucede con cualquier pedernal.

El padre ahora se finge pesaroso.

No sé qué será esto. Por todas partes se oyen ruidos, se abren y cierran las puertas. Ayer estábamos comiendo, y la Josepa dijo: «¡Han encendido la luz del cuarto! ¡Yo he oído el conmutador!» Y, en efecto fuimos allí, y la luz estaba encendida. Yo no voy mítines, ni soy mala persona. No comprendo porque nos quieren tan mal.

—¿Usted ha estado enfermo o ha sufrido ataques?

—No, nunca.

—¡La niña tampoco!

—Tampoco. Comía como una mujer y estaba sana. Es ahora cuando se me ha quedado así.

El rector mosén Cusidó ─ Una mesa agresiva. ─ A la niña le gusta esto.

Esto de las piedras es en el huerto. Dentro de la casa, el asunto es más misterioso. Los muebles se caen, se oyen ruidos

─ ¿Esto quien lo ve?

─ Todo el que quiere, nosotras, las vecinas… El otro día, mientras estábamos comiendo, Josepa se puso a gritar horrorizada porque la golpeaban en las piernas. De pronto dejaron de pegarla, y le apretaron al cuello como para ahogarla. Los cardenales le han durado muchos días en el cuello y en las piernas.

─ ¿Y no han tomado ustedes ninguna medida?

─ Sí, el otro día vino el rector de la barriada mosén Cusidó, a bendecir la casa y cuando estaba hablando con nosotros, la mesa del comedor se le echó encima, Josepa se fue a sentar en una silla, y ella y silla se vinieron al suelo.

─ ¿No puedo ver la mesa?

Entramos en la casa a ver la mesa. Está junto a la puerta que da al huerto, y al lado de ella hay una máquina de coser que a veces persigue a Josepa por el comedor. Mientras yo me pongo a examinar las paredes, Josepa se sienta a la mesa, y de pronto oigo unos gritos que me dejan como un helado.

─ ¡Ay! Cuidado. Ahora mire. ¡La mesa se mueve!

En efecto la mesa se ha movido, y parece que el tiro del comedor se ha desplazado hacia fuera. Sin embargo, a mi se me ha ocurrido decir:

─ ¿A que no se mueve ahora que la miro yo?

Apenas había terminado de decir esto, cuando la mesa se echó sobre mí. Así. La mesa se inclinó hacia mí. Así. La mesa se inclinó hacia mí, y cayó con fuerza, con el evidente deseo de aplastarme un pie. Yo la cogí y la puse derecha de nuevo, un poco escamado, la verdad.
Como no cuento más que lo que he visto, quiero añadir una cosa: Josefa y su familia dicen que para que se muevan los objetos la niña tiene que colocarse frente a ellos. Nadie había hecho ninguna indicación en este sentido, y Josefa se había sentado ante la mesa, seguramente para hacer una demostración práctica. Quiero decir que a la niña le gusta mostrar sus facultades.

Un tipo misterioso. — Comprar un bofe de cordero. — ¡No abrir la puerta!

El padre me explicaba que, a veces, se cae la mesa y no hay manera humana de enderezarla cuando llamaron a la puerta. Se trataba de un personaje que nosotros no podíamos ver, y con mucho disimulo nos sacaron al patio. Pero, claro, esto era un incentivo más, y cuando quisieron darse cuenta ya estábamos de vuelta. Cuando íbamos a entrar de nuevo en la casa se oía un estrépito espantoso. Mesas, sillas y demás objetos golpeaban el suelo. Al entrar nosotros cesó la trapatiesta. El personaje cuya visita debe silenciarse estaba hablando:

—¡Hay que tener valor! ¡Josep, si te da vergüenza, no lo hagas!

'—Yo, por mi hija, lo haré todo.

La familia presta una singular atención a lo que dice este individuo.

—Y cogéis la ropa de la nena y la dais una paliza. Y si no, hacer otra cosa aún más fácil. Ir enseguida a la plaza y comprar un bofe de cordero. Lo ponéis a cocer, y a las doce en punto de la noche, Josepa que coja una navaja y apuñale el bofe hasta que el reloj pare de sonar.

—¡A mí no me dará miedo!

—Tú haces lo que yo diga. Una cosa. Oiréis llamar a la puerta y dar unos gritos tremendos. No hacer caso. Duro con la ropa vosotros, y la Josepa, con la navaja. No abrir por nada del mundo. Cuidado. Sobre todo, no abrir.

Y ya en el pasillo, para marcharse, grita, por último:

—No abrir, porque en cuanto vosotros toquéis la puerta, la Josepa caerá al suelo muerta.

—¡Mare de Deu santísima! —clama, la madre juntando las manos — Ahora mismo me voy a la plaza, y no tenga cuidado, que no tocaremos la puerta esta noche.

Y así es cómo vive la embrujada de Can Palet. Ya volveremos a verla. Tarrasa está desencalmada.                                                            

G. TRILLAS BLAZQUEZ

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